Jorge Alberto Gudiño Hernández
28/01/2023 - 12:05 am
Un tercer lugar
Todo lo que sucede en las academias de futbol, durante los entrenamientos, las historias personales que llevan a algunos a apostar su futuro por la posibilidad de una carrera para sus hijos, los sacrificios que se hacen y lo que se vive en los torneos, da para mucha literatura.
Alguna vez he sostenido que se escribe poca literatura de deportes porque la épica que entraña el juego mismo le deja poco margen de acción a la hora de contar historias. Sin embargo, ahora comienzo a entender que la literatura deportiva tiene una posibilidad poco explorada: la de lo que sucede en las academias, las escuelas, los clubes deportivos.
Tras varios intentos, un confinamiento y una búsqueda a veces infructuosa, desde mayo del año pasado nuestros hijos, por fin, entraron a un equipo de futbol. L, el pequeño, sueña con ser un crack y juega dejándolo todo en la cancha. B, en contraparte, se divierte, aprovecha para hacer amigos y, pese a ello, ha elegido ser quien defiende la portería.
Cada entrenamiento implica esperar un par de horas a que los niños salgan. Eso implica platicar con los otros padres, enterarnos de sus historias. Entre las muchas categorizaciones que se pueden hacer, hay una que me queda muy clara: la mayoría (como yo) lleva a sus hijos a divertirse, a que aprendan, a que suban su nivel y, si algo llegare a pasar, bienvenido sea; unos cuantos, en cambio, apuestan a la carrera profesional. Me parece por demás legítimo que así sea, por supuesto, pese a que las probabilidades no son demasiadas.
Por razones largas de explicar, cuando llegamos a la academia, a L le tocó llegar a un equipo ya armado que, pese a ello, requería un refuerzo. Así que lo sumaron para los últimos partidos del torneo. Llegaron a la final y la perdieron. L salió triste como nunca pues su espíritu tiende a lo competitivo.
Más allá de los entrenamientos, durante los torneos hemos visto a padres desesperados por las actuaciones de sus hijos. Tanto, que los insultan, se pelean con los árbitros e, incluso, generan tensiones que se traducen en conatos de pelea.
Más complicado fue lo sucedido en diciembre, en el segundo de los torneos. Sucede que nuestros dos hijos llegaron a sus respectivas finales. Las dos terminaron en penales. B ganó y L perdió (probablemente, los merecimientos apuntaban a lo opuesto: el equipo del pequeño había llegado invicto y sin empates). L salió muy enojado, pues hubo varias circunstancias que le impidieron a su equipo jugar como lo acostumbra. Al final del día, B, a quien no le interesa demasiado el futbol, ya tenía un campeonato; L, que dice que es su sueño (como, supongo, suelen pensarlo los niños de su edad), tenía dos derrotas dolorosas.
Me he enterado, por cosas que se cuentan en esas esperas (los padres, de pie uno al lado del otro, viendo al horizonte que es la cancha, mientras platican y celebran alguna jugada), las de los entrenamientos, que el mundo se complica mientras crecen. Hablan de cobros injustificados, de corrupción dentro de los equipos de fuerzas básicas, de las pruebas a las que se deben someter los chicos si aspiran a ser admitidos. La conclusión aciaga es que no sólo se requiere tener talento sino recursos y mucha tenacidad familiar.
El fin de semana pasado, hubo un pequeño torneo para la categoría de L. Seis equipos, enfrentándose todos contra todos. Los dos mejores pasarían a la final; los dos siguientes al partido por el tercero y cuarto lugar. El sábado ganaron uno, empataron uno y perdieron uno. No jugaron demasiado bien y lo sabían. El domingo, jugando mucho mejor, empataron los dos primeros. Aunque sólo tenían un gol en contra, no pudieron llegar a la final. Así que tocaba disputar el partido por el tercer lugar. Empataron. A ceros. Se fueron a penales. Tras cinco tiros de cada equipo, seguían empatados. Los rivales tiraban primero. Falló el chico (por fortuna, habían fallado ya varios más: es dura la idea de ser el único que lo hace). L tiró y anotó. El festejo fue como de Mundial.
Los papás gritábamos desaforados. Los videos salieron todos movidos. L sintió lo que significa caer al pasto y recibir el entusiasmo del resto de su equipo sobre su cuerpo.
Salimos todos contentos aunque un tanto insolados. Con un ánimo muy diferente al de las otras ocasiones. Eso significa que la derrota depende del momento en el que sucede. En el torneo previo, llegaron invictos a la final y la perdieron por causas ajenas a los chicos sobre el campo. En éste, perdieron un partido temprano y empataron muchos, pero ganaron el último.
Ésa fue la conclusión de L. No puedo negar que tiene mucho de razón, aunque nunca pensaríamos viable perder una semifinal para no correr riesgos.
El resto es sociología dura. Todo lo que sucede en las academias de futbol, durante los entrenamientos, las historias personales que llevan a algunos a apostar su futuro por la posibilidad de una carrera para sus hijos, los sacrificios que se hacen y lo que se vive en los torneos, da para mucha literatura. De ésa, de la que es anterior a la profesionalización. La que permite aprovechar el pretexto de una circunstancia para explorar dentro de lo humano.
Habrá, pues, que explorar con esa literatura. Y conseguir un campeonato, por supuesto.
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